A Linca lo despertó el sol. Un rayo mañanero atravesaba el techo de junco de la choza de la familia. A el nunca le gustó levantarse temprano, acepto cuando los hombres del clan salían a cazar ciervos. Esos días el nerviosismo lo despertaba dos horas antes del amanecer, justo cuando el grupo de mayores partía hacia los pasos de los venados para darles caza.
La vida en el poblado era tranquila, los miembros del grupo se llevaban bien y la comida no faltaba por la zona.
Linca tenía 11 años y ya no era considerado un niño en la tribu, porque sabía realizar tareas importantes. Su padre y su tío lo habían enseñado a cazar conejos, perdices y hasta jabalíes y ciervos. Su hermana mayor le había dicho como se tegían cestas con las hojas de los palmitos y su vecino lo había adoctrinado en la pesca del barbo y el cultivo de cereales y vinagreras.
El se sentía feliz e importante porque los demás valoraban su trabajo.
Lo que más le gustaba, y para lo que más habilidad tenía, era para pescar en el río con las manos, conocía muy bien las piedras donde se refugiaban los barbos y las bogas. Casi siempre llenaba su canasto. Pero lo que menos le gustaba, era cavar la tierra para sembrar o quitar las malas hierbas. La azada pesaba mucho y cuando el suelo estaba duro la tarea se hacía interminable.
Esta piedra de granito tallada y amarrada a un palo tenía una cosa mala y otra buena, la mala, que te sacaba el sudor, y la buena que las fabricaban en la tribu vecina y de vez en cuando el se unía al grupo de hombres que viajaba hasta el otro poblado para comprarlas. Le encantaba eso de ver gente nueva que hablaban de un modo extraño...
1 comentario:
La verdad es que no sabia de tus dotes de escritor...me has dejado helá.... y eso que la demuestras permanentemente en este tu blog... Un beso YonPi!! y sigue deleitandonos con tus fotos y tus historias....
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